martes, 22 de diciembre de 2009

Esa noche...tampoco pude dormir.

Esa noche tampoco pude dormir, como hacía tantas. La aguja chica del despertador a cuerda señalaba el número seis. Inés dormía a mi lado agotada por la angustia que compartíamos con muchos otros. Me levanté.
Me puse las pantuflas, y una camisa de entrecasa, la de frisa, a cuadritos negra y gris. Con el pantalón largo celeste del pijama arrugado fui al baño. Miraba mi cara en el espejo, me debatía entre afeitarme o no, jugaba con la maquinita de afeitar roja, la gillette se resistía a salir y yo no tenía ganas de combatir con ella… combatir con nada.
Ya en la cocina prendí la hornalla, puse la pava, abrí la heladera, el frío que vino a mi cara me estremeció, el alma me estremeció. Saque la manteca y la cerré rápidamente.
Busque el pan, un cuchillo y me dispuse a hacerme un pan con manteca.
Prendí la radio. ¿Esperaría un milagro? Los ladridos que venían del patio acusaban el reclamo de la nuestra perra lali, por su paseo mañanero. La cocker negra demandaba su vueltita por la cuadra. Le abrí la puerta, salimos afuera y emprendió viaje hacia su rutina, todos los días visitaba la manzana, se revolcaba en el pasto lleno de rocío y volvía a la tibieza del hogar.
Mientras esperaba su regreso fui a apagar la pava, mientras comía el pan con manteca sentía culpa, la misma culpa al encender la leña de la chimenea. Ese fuego me hacia acordar a otros fuegos mortales, mi hambre me hacia recordar a otras hambres.
La noche anterior oí en la voz de José Gómez Fuentes que íbamos ganando.
Volví a acercarme a la radio cuando escuche la fría voz que congelaba mi sangre “comunicado del estado mayor conjunto, se comunica a la población…” lo de siempre, lo que me daba mala espina.
Recordé que lali estaba afuera y salí a buscarla, pensando en el noticiero 60 minutos y en que nos decían que íbamos ganando.
No podía verla, ni en una esquina, ni en la otra.
La radio me confundía, las noticias, el frío, el dolor de un pueblo, los hijos de ese pueblo.
El bulto oscuro en el medio de la calle me paralizó. Las orejas manchadas de sangre,
a medida que me acercaba, temblaba más, gritaba más. Mis manos estaban muy frías cuando me agarré la cabeza.
La cocker negra, negra como la bolsa en la que la puse para enterrarla.
Fui al baldío de la esquina, hice un pozo, y las lágrimas brotaban de mí como nunca, como cuando murió mi padre.
La enterré a lali, mientras la tapaba con tierra pensaba en otros entierros, la quería a la lali, sí, la quería, pero ya no lloraba por ella. Lloraba porque sabía que allá en el sur había niños enterrando otros niños, porque nos decían que íbamos ganando y no lo creía. Lloraba por cada frío, por cada hambre, por cada batalla, por cada bala, por cada dolor, por cada madre, por cada mentira, lloraba porque irremediablemente, no podía hacer otra cosa más que llorar.

1 comentario:

  1. Hay veces en que no se puede hacer otra cosa...
    Un relato conmovedor, que me eriza la piel como aquella vez que lo leí.

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