jueves, 14 de enero de 2010

El pequeño ataúd de madera.

Unas manos curtidas, desesperadas, temblorosas, acariciaban el ataúd de madera que contenía el cuerpo que antes acunaron.
Sus ojos color miel de horizonte distante, que resaltaban sobre su piel canela y habían reflejado sinfines de valles, punas y relieves coronados por el sol salteño se humedecían pensando en otros ojos pequeños que durante pocos años la iluminaron y que ahora apagaron su luz, dejando su mundo en tinieblas.
En la humilde casa donde la velaban, pensó en la injusticia.No pudo estar con ella sus últimos minutos, la crueldad de la vida que le había tocado hizo que estuvieran momentáneamente separadas. Nunca pensó que el destino no le daría tiempo para encontrar un hogar, para ver crecer a su nena.
La joven madre acompañaba a la pequeña Margarita, desconsolada, en su último paseo, engañaba a la gente del lugar, ya no estaba ahí, donde se la veía rodeada de sus otros chiquillos, hacía varias horas que también acostó su alma en la caja, al lado de la niña que dormía eternamente.
Lejos de allí, en Buenos Aires, la misma exasperación envolvía a otra familia, su niña ya no tenia motivos para sonreír, se habían acabado los juegos, perdía la última batalla con la muerte, todo estaba dicho, la esperanza se apagaba sin que el corazoncito tuviera ya más fuerzas para seguir.
Su patio, su jardín de infantes, su habitación rosada colmada de peluches, eran reemplazados hoy por una sala de terapia, un respirador, cables, tubos, silencio y una blancura casi insoportable.
Pero Dios quiso dejar en la tierra las huellas de un ángel que había llevado, y poniéndole alas a un joven corazón, que partió rápidamente a buenos aires, permitió que meses después una niña porteña con dos colitas adornando su cabello lacio, ponga una flor y un osito en una tumba de salta, y abrazara a una madre que generosamente en un doloroso acto de amor le devolvió la vida.